La anciana

¡Maldita ley de Murphy! Tengo unas prisas tremendas y me acabo de poner en la caja más lenta. Sí, el tipo de ese de las gafas llegó después que yo y acaba de pasarme. ¡Mierda! Medito por unos segundos si merece la pena volverme a cambiar o no. En la otra solo hay tres personas. Calculo por encima… Y… Sí, merece la pena. Agarro el carrito y me sitúo detrás de una anciana que no llevará más de cinco o seis artículos.

Saco el móvil del bolso. ¡Dios, las dos menos veinte! Aún tengo que cruzar medio pueblo y llegar a la pescadería antes de que la cierren. Intento llamar a algunas de las mamis del cole para pedirles que recojan al peque. Nadie responde.

Parece que la cajera se da prisa y la cola se mueve un poco. Tengo que poner las compras sobre la cinta; pero, a ver si la señora de delante deja espacio.

Cuando se agacha, le veo las medias negras medio caídas y unas babuchas con unos juanetes que quieren reventarlas. La mujer se mueve con una lentitud desesperante.

—¿Señora, la ayudo?

Sí, mi voz suena seca.

—Muchas gracias, hija.

Cuando me acerco para coger un tarro de garbanzos con espinacas, un olor a rancio me golpea en la nariz y hace que vuelva la cabeza al otro lado.

—Antes hacía espinacas para mi niña y para mí… —explica mientras agarra el maldito tarro de cristal y ralentiza la ayuda—. ¿Sabe…? Las compraba frescas, les quitaba los tallos, las hervía, les hacía su majadito

—Sí, sí… —digo sin prestarle atención; al tiempo que hago malabares para sostener el móvil y coger sus mandados.

La señora le echa mano a un paquete de café. No puedo evitar fijarme en la caspa que lleva esparcida por los hombros. Doy un paso hacia atrás. ¡Qué asco! Pero aún resulta más repugnante esa cola baja de cuatro pelos y grasientos.

—Lo compro descafeinado… A mí niña también le gustaba mucho el café.

Rechino los dientes. ¡Es que tiene que relatar todos los gustos de “su niña”!

Por fin consigo vaciarle la cesta. ¡Bien! Ya puedo empezar a poner los míos sobre la cinta.

¡Nooo! Ahora se dedica a entretener a la cajera… ¡No puede ser! ¿Por qué…? ¿Por qué…? La oigo sin escucharla, pero sé que sigue con la misma. La chica la atiende con una perpetua sonrisa. « ¡Dios, lo que tienen que aguantar estas criaturas!», pienso.

La mujer se mueve tan lenta, que mi rabia crece por segundos. Se echa mano a la falda, observo que la cremallera está rota y la lleva sujeta con un imperdible. «¡Pues ya podría visitar alguna vez la niña a su madre y coserle la ropa!», refunfuño en silencio, sin percatarme de un pensamiento fugaz que cruza mi mente: «Eso es lo que te espera si llegas a vieja».

Suena el teléfono.

—¡Hola! ¡Sí, sí…! Te he estado llamando. ¿Puedes recoger a Edu si no llego a tiempo? ¡Ay, gracias! ¿En el parquecito…? Vale… Sí… No tardaré mucho.

Aunque la llamada de Marga debería ayudar a que me tranquilizara, esta anciana torpe saca de quicio a cualquiera. Arroja un puñado de céntimos sobre el acero de la caja para que la chica se cobre. Tiene las manos arrugadas y regordetas y las uñas largas con una costra marrón por debajo.

Empujo la compra y reparo en ella. ¡Qué desastre de mujer! También lleva la ropa con manchas y bastante pelo de gato.

¡Menos mal! Ya lo ha guardado todo.

—¡Vayan ustedes con Dios! —se despide.

—Adiós… adiós… —mascullo, aliviada por perderla de vista.

—Tenga cuidado, Angustias.

—¡Hija, lo que tenéis que aguantar! ¡Qué pesada, por Dios! Dame una bolsa.

—Angustias vive en una casita a un kilómetro de aquí, en el campo. Hace un año su hija murió. Está sola: ella era lo único que tenía —la miro paralizada. Se muerde los labios, noto que le hubiese gustado añadir algo más, pero el puesto que ocupa se lo impide—. Treinta y cinco con veinte, señora —Enfatiza el “señora”.

No puede existir nadie en el mundo más miserable que yo. Cojo los mandados y salgo corriendo. ¡A la mierda el pescado: freiré unos huevos!

—¡Señora, señora! —grito.

La anciana se aleja arrastrando las piernas, hinchadas como botas, y observo que no puede cargar con las bolsas.

—¡Señora! —vuelvo a llamarla.

Esta vez se detiene.

—¿Puedo llevarla a su casa?

—¡Gracias, hija, que Dios te bendiga!

Le quito de las manos las bolsas, y ella me contempla con unos ojos azules, que una vez debieron ser grandes y bonitos, escondidos bajo pliegues de párpado caído, la ternura y la pena traspasan su mirada.

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