Cuando Maricarmen se despertó, el piso estaba en silencio. Pepe, como cada domingo, había bajado a comprar el periódico y, de camino, aprovechaba para que Simba, un chucho a medio camino entre un podenco y un bodeguero, hiciera sus necesidades.

Se levantó. La puerta del dormitorio de su hijo, Migue, estaba cerrada. Eso significaba que se encontraba dentro; porque de lo contrario, solía permanecer abierta. Dormiría; ya que lo escuchó llegar a eso de las seis o siete de la madrugada. Así que, el plan para el muchacho, como cada jornada dominical, consistiría en pasarse el día en la cama.

Hacía frío. Ese febrero estaba siendo más frío de lo habitual. De hecho, la semana anterior había nevado en algunas poblaciones de sierra en la provincia sevillana. Se envolvió en su bata de guatiné celeste y entró en la cocina para preparar el café. Cogió de la panera un bollo del día anterior, lo abrió por la mitad y, con el cuchillo, le dibujó las alegrías, como su abuela le había enseñado de niña. Sacó del frigorífico la manteca colorá con tropezones que ella misma elaboraba, también según la receta transmitida de generación en generación en su familia. Sintió una punzada de hiel en la mitad de las entrañas, al saber que, Migue, su único hijo, pasaba, como él mismo refunfuñaba, de esas tradiciones carcas. Mientras se tostaban las dos rebanadas de pan, colocó el recipiente de cristal cerca del calor para que se templara y resultara más fácil de untar.

Miró hacia el almanaque colgado en la pared. Era uno de esos que regalan en los comercios locales. La parte superior, además de la fila metálica con un orificio para engancharlo a una alcayata, la ocupaba una lámina con el escudo del Real Betis Balompié impreso y la parte de abajo la formaba doce hojas blancas, una por mes, con sus correspondientes días, que arrancaba al finalizar estos. Una sonrisa de quinceañera borró por un instante su piel marchita de mujer bien entrada en la cincuentena. Algunas fechas las tenía señaladas en diferentes colores: cita para el traumatólogo; revisión de la próstata de Pepe; pagar el recibo de los muertos; peluquería… Pero aquel domingo 17, grande, rojo, no necesitaba ningún tipo de marca: ya la llevaba ella herrada en su corazón.

Abrió la puerta del lavadero. De inmediato le llegaron el olor a puchero y el sonido de la olla exprés a pleno rendimiento desde el piso de Manolita. Llenó hasta la mitad el cuenco de Simba con su pienso favorito. Cuando escuchó la llave que abría la puerta de entrada al piso, acababa de sentarse frente al desayuno.

—Buenos días —dijo Pepe, ya vestido con su chándal del Betis, casi sin mirarla, al tiempo que retiraba la silla, al otro lado de la mesita, para sentarse.

—Buenos días —le respondió su mujer. Que sí lo miró. Pero como miraba a una pared blanca, a un cielo azul despejado o las losas de terrazo del suelo.

Su marido dejó los dos periódicos que traía debajo del brazo, bien doblados, a un lado de la mesa. Bebió un sorbo de su café con leche y le dio un mordisco a la tostada ya untada con manteca y algunos tropezones de lomo. Sacó del bolsillo de su pantalón las gafas de cerca y abrió el As.

A Maricarmen ya no le molestaba aquel silencio perpetuo. Tal vez porque lo mitigaba escuchando de fondo, desde que se levantaba hasta que se acostaba, Radio Sevilla de la Cadena SER; o porque se abstraía en sus ensueños, donde creaba un mundo lejos de esa realidad vacua que la envolvía; o porque no le interesaba lo más mínimo lo que su marido tuviera que contarle: siempre los mismos temas prosaicos y manidos; o porque Pepe nunca había entendido su forma de expresarse, según él, demasiado sensiblera y con muchos pajaritos.

—¿Hoy tampoco vienes a comer a casa de mi padre? —le preguntó su marido sin interés y sin levantar la vista de las noticias futbolísticas.

—No.

¿Para qué añadir nada más? Él ya conocía de sobra los motivos por los cuales no acudiría al almuerzo familiar. Desde que murió su suegra, Maricarmen era la encargada de cocinar para su suegro, su cuñado soltero y su marido, mientras los tres varones se sentaban a charlar y a ver la tele. Al termino, ella también era la encargada de hacer el café, servírselo y recoger la cocina. Ellos, por su lado, regresaban al salón, se acomodaban en el sofá y disfrutaban de una relajada sobremesa de anís, cafelito, algún dulcesillo y disputas futboleras, ya que, tanto el hermano como el padre de Pepe, eran sevillistas.

Hasta que un día dijo que ya no más. «¿Y qué vas a hacer tú un domingo sola? Porque yo pienso seguir pasándolos con los míos.» No le dolió que en ese «los míos», no la incluyera a ella, ni siquiera a Migue: hacía tiempo, demasiado, que los trataba como si fueran unos extraños. «No sé lo que haré —le había respondido—; pero sí lo que no voy a volver a hacer: ser la chacha de vosotros tres.»

Pero Maricarmen mintió, porque sí que tenía claro a qué iba a dedicar sus domingos. Lo visitaría a él, a su amado, a su único amor desde la adolescencia, desde que cayera en sus manos un ejemplar de su Rimas y Leyendas.

Pepe conocía de la pasión de su mujer por Gustavo Adolfo Bécquer. La había visto desde siempre leer y releer la bibliografía completa del escritor sevillano. Pero, no tenía de qué preocuparse: el poeta llevaba siglos muerto y su mujer cumplía con sus labores de ama de casa y sus obligaciones de esposa; aunque, con estas últimas, muy de tarde en tarde. Además, no tardó en percatarse de que su compañera, con quien se había casado más por convencionalismos sociales que por enamoramiento, no estaba muy bien de la cabeza. Pareciera como si no estuviese terminada de hacer, como si se hubiera quedado anclada en una niñez llena de cuentos, de príncipes azules y más tonterías por el estilo.

Cuando su marido salió por la puerta para ir a la casa de su padre, Maricarmen ya le había dejado preparada a Migue una tortilla de papas y frito medio kilo de alitas —para cuando al niño se le antojara levantarse—, había recogió la cocina y se fue al baño para arreglarse. Se maquilló; desenrolló los rulos que llevaba puestos desde la tarde anterior; ahuecó su pelo castaño y se azuzó los rizos artificiales que le caían justo por debajo de las orejas.

Frente al espejo de su dormitorio, enlució sus piernas torneadas gracias a la ayuda de unas medias negras con costura trasera, se embutió en la faja de cuerpo entero que reservaba para las ocasiones especiales y se echó por encima un vestido de flores sin estrenar que había comprado en las rebajas de enero. Se calzó unos tacones muy cómodos y se contempló de pies a cabeza. El reflejo le devolvió la imagen de una señora algo entrada en edad, pero muy resultona. Maricarmen se gustaba.

Las rachas de viento gélido que recorrían la calle Felipe II le abofetearon el rostro sin previo aviso. Para protegerse de estas, se ajustó la bufanda al cuello, y se subió las solapas del abrigo de paño verde, el que solo usaba los domingos. Y así, bien protegida de una mañana de febrero, aunque luminosa, bastante fría, enfiló sus pasos en dirección al parque de María Luisa.

En el paseo por su barrio, barrio al que tanto amaba, le sorprendió comprobar que, en los bares a su derecha, al otro lado de la calzada, algunas personas aprovechaban el solecito para desayunar fuera, en las terrazas situadas sobre las aceras. Pese a estar ensimismada en sus pensamientos, le gustaba sentirse parte de aquel decorado nutrido de vida. Un decorado real, que pudiera, a su vez, pertenecer a una de las muchas películas o series que veía. Los pájaros cantaban en los árboles apostados a lo largo de Felipe II, cuyas copas, en algunos puntos de la calle, alcanzaban las terceras y cuartas plantas de muchos bloques de pisos.

De entre las personas que la adelantaban o se cruzaban con ella, había quienes, enfundadas en ropa deportiva, corrían o trotaban a buen ritmo; mayores en carritos empujados por los familiares que habían venido de visita y aprovechaban para darles un paseo; señores adentrados en edad con el periódico bajo el brazo; ancianos caminando, ayudados con un andador, y acompañados de sus hijos.

A lo lejos, divisó el quiosco donde Pepe acababa de comprar la prensa y donde vecinos de toda la vida se arremolinaban esperando su turno, entre charlas animadas o simples saludos cordiales. Un poco más adelante, otro grupo de conocidos se agolpaba cerca del supermercado, con despacho a la calle, para comprar el pan. Maricarmen reparó en sus cabezas emblanquecidas y se entristeció al comprobar, una vez más, que su barrio se estaba envejeciendo, al igual que ella y su marido. Pese al gélido cemento, un hombre pedía limosna sentado en el suelo.

En la siguiente esquina, una cafetería llena de gente; en la que muchas mesas estaban ocupadas con familias enteras que compartían el desayuno. Al verlos, se preguntó cuándo fue la última vez que Migue, Pepe y ella habían realizado alguna actividad juntos. Ni lo recordaba. Pepe ya le dedicaba tiempo y devoción de sobra a su familia de origen, atención esta que nunca le había dedicado a la creada por ellos dos.

Cuando llegó al semáforo del cruce con la avenida de la Borbolla, le alcanzó la vista hasta el parque de María Luisa y la trasera del museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla. La terraza del bar situado a la derecha, una vez se atraviesa la cancela de entrada al parque, también estaba llena de comensales aprovechando el sol en un día tan frío.

Aunque había nacido en Sevilla, se había criado allí y paseaba asiduamente por su ciudad, siempre la contemplaba como si la descubriera por primera vez. Cada edificio, cada árbol, cada brizna de vegetación… Por ello, se plantó unos minutos a apreciar la belleza neoclásica del pabellón Domecq, construido con motivo de la Exposición Iberoamericana de 1929.

Antes de llegar a la plaza de España, empezó a percibir su cercanía por la proliferación de transeúntes e idiomas diferentes en las conversaciones que se abrazaban en el aire junto al sonido lejano de una guitarra y el cante de una voz flamenca. En seguida divisó la primera de sus torres, como gallarda telonera de la majestuosidad que le seguiría. Y tan solo unos pasos más adelante, allí se elevaba la plaza en forma de media luna, cuya belleza la ha llevado a dar vida en la gran pantalla al palacio presidencial de El Dictador o al hogar de la reina Padmé Amidala del planeta Naboo en la saga de Star Wars.

 Se apoyó sobre la balaustrada de cerámica en blanco, azul y amarillo que acompaña al entorno del canal. Algunos patos descarados nadaron hasta ella con la esperanza de recibir algún tipo de recompensa alimentaria; al comprobar que ella no tenía intención de arrojarles nada, continuaron sus caminos con unos cua cua que sonaron bastantes protestones. Allí parada, siguiendo con la vista las ondas que estos iban dibujando sobre la superficie del agua, recordó los años de adolescencia, antes de ennoviarse con Pepe, cuando paseaba en barca con sus amigas del barrio, Pepi, Natividad y Angelita. ¡Cuánto echaba de menos esas tardes de charlas, de risas y de meriendas que consistían en barquillos comprados en los puestos ambulantes! Pero, ni recordaba la última vez que había quedado con ellas. Las tres habían acabado trabajando de enfermeras en el hospital Virgen del Rocío y le constaba que seguían viéndose. Fue Maricarmen quien poco a poco se fue quedando descolgada del trío al optar por convertirse en ama de casa para cuidar de su niño y de su marido.

Dejó atrás la nostalgia por un pasado que no podía recuperar y prosiguió con su itinerario de los domingos. Bajo la sombra de unos plátanos, cuyas hojas no se habían terminado de caer a causa de un invierno demasiado templado para que la naturaleza continuara su curso, se asentaban varios puestos de bebidas y de souvenirs donde vendían recuerdos de Sevilla, Andalucía y España. Estaban atestados de imanes para el frigorífico, abanicos, banderas, llaveros, gorras, delantales, sombrillas y hasta algún que otro alunarado traje de gitana. Todo el conjunto entraba por los ojos como una explosión de vida.

Prosiguió su camino. Alrededor de una isla de albero y vegetación, descansaba una fila de coches de caballos —o calesas, aunque en Sevilla ella nunca había oído que los denominasen así— con sus emblemáticos colores: el negro de la parte superior y el amarillo de la inferior. Algún cochero que otro aprovechaba para echar una cabezadita a la espera de nuevos clientes. Al principio de su noviazgo, como Pepe conocía de su pasión por el parque —y, tal vez, albergando la esperanza de recibir alguna recompensa carnal a cambio—, la invitó a recorrerlo una noche de luna llena, en un carruaje tirado por un bello caballo; tal y como ella le había expresado que sería su paseo soñado. Y sí, la romántica ruta elevó de tal modo la lívido de Maricarmen, que esa madrugada le entregó su virginidad a Pepe.

Ahora, al rememorarlo, hubiera podido jurar que había transcurrido un siglo desde aquel día. O, incluso, que aquella muchacha jovial que, en un momento mágico, se sintió una princesa acurrucada en el pecho de su príncipe azul, dentro de un carruaje tirado por un corcel blanco cuyo lomo relucía a la luz de la luna, había muerto poco después de ese primer coito; y había reencarnado en una señora de piso impoluto, marido taciturno e hijo ausente. ¿Quedaba algo de aquella que fue en ella? No. Un no rotundo.

Dejó a su derecha la plaza de España con sus turistas de nacionalidades y acentos de lo más variado; sus móviles captando selfies y poses imposibles que colgar en las redes sociales; y se adentró por los senderos terrosos cubiertos de espesura verde. Caminos serpenteantes con intersecciones por aquí y por allá. Laberínticos para los transeúntes menos expertos, pero no para ella, que conocía a la perfección la dirección de su destino.

Y lo encontró. Circunvalada por una reja negra y alta, se encontraba la glorieta de Bécquer. Este conjunto escultórico, catalogado como Bien de Interés Cultural, es un canto al amor dedicado al genio sevillano, el escritor Gustavo Adolfo Bécquer. Maricarmen anduvo unos pasos en derredor en busca de la puerta principal. Al cruzar el umbral, ella, como la mayoría de los visitantes, sintió como si se transportara en el tiempo. En el centro se ubica un ciprés de los plátanos en cuya base se asienta el monumento eneagonal construido en mármol blanco. Lo primero que destaca en la composición son las tres damas ataviadas como lucían las mujeres en la época del homenajeado y que parecen estar trascendidas por la pasión arrebatadora que él tan magistralmente describió en su obra literaria. Una de ellas simboliza el amor ilusionado, otra el amor poseído y la otra el amor perdido. Junto a estas, se erige un pedestal, con las fechas de su nacimiento y de su muerte cinceladas, sobre el que descansa el busto de Bécquer, enfundado en su capa y con su característica mirada perdida. A ambos lados de él, descansan dos figuras de bronce. Una simboliza el amor herido y la otra a Cupido, como el amor que hiere, lanzando sus flechas. Las esculturas están protegidas por un parterre de flores y una verja baja.

Maricarmen agradeció para sí, como en una plegaria, a los escritores utreranos, Álvarez Quintero y al escultor marchenero, Lorenzo Coullant Valera, la devoción que sentían por el insigne escritor sevillano, que llevó a los primeros a querer homenajearlo y al segundo, a ejecutar la construcción del magnífico monumento, inaugurado el 9 de diciembre de 1911.

La glorieta, además de ser un lugar de culto para amantes de la literatura, admiradores de las letras becquerianas o muchos turistas; se ha convertido en un simbólico romántico donde parejas de enamorados depositan flores y candados como muestra de su amor inmortal. Por ello, es muy habitual encontrar en cada rincón notas o cartas dedicadas al poeta.

Se sentó en uno de los bancos de piedra a contemplarlo, a él, su amado; pero no se entretuvo demasiado porque su objetivo final era otro. Además, se quedaría arrecida si permanecía mucho rato allí y porque no eran pocos los días que pasaba a verlo para hablarle durante horas.

Salió del parque con paso firme en dirección a la avenida de la Constitución. En vez de ir por la calle San Fernando, que solía estar muy concurrida por peatones, ciclistas y el tranvía, decidió bordear la Fábrica de Tabacos por detrás. Cuando llegó a la Puerta de Jerez, más de lo mismo: turistas por dondequiera. Muchos de estos habían formado un corro alrededor de una chica morena ataviada con un traje de gitana de color rojo y negro y una rosa sujeta a un moño bajo. Esta bailaba en solitario la sevillana del grupo Requiebros, Mírala cara a cara, mientras dos hombres tocaban las palmas y cantaban el famoso tema entre los vítores de los asistentes al espectáculo callejero.

Enfrentó la avenida de la Constitución con cierta desgana por tener que ir sorteando a más turistas y evitar no adentrarse, en algún despiste, en el carril bici. Sin embargo, a pesar de esa cierta incomodidad, tal es la belleza de dicha avenida, quizás de las más rebosantes de edificios señoriales de toda la ciudad, que merecía la pena pasear por ella. Además, tenía una recompensa aun mayor, encontrase con la Catedral de Sevilla, el Archivo de Indias y la Giralda.

Deslumbrada ante tanta hermosura, que le entraba por la vista y le vibraba en el pecho, atravesó la plaza Nueva, dejando atrás otra joya arquitectónica de la capital andaluza, su ayuntamiento. Callejeó por el entramado de calles estrechas de innegable huella morisca, hasta salir a la plaza del Museo. Su meta.

Un gran número de artistas, formado por fotógrafos, escultores o pintores, exhibían sus obras en el mercadillo que se ubica allí cada domingo. Pero, no se entretendría en recorrerlo, ya repasaría cada tenderete a la salida. Porque, al tener frente a ella la fachada del Museo de Bellas Artes de Sevilla, la sangre le bulló dentro de las venas, como a la quinceañera enamorada cuyo primer novio la espera a la vuelta de la esquina.

Y él, su amor, su amor de adolescente, su amor de mediana edad, su amor de señora metida en la cincuentena, la aguardaba, no en una esquina para comerla a besos inexpertos, sino en la sala número XII de aquel edificio, dentro de un marco dorado, capturado en el retrato que su hermano Valeriano le realizara con motivo de su marcha a Madrid.

Un grupo de personas, hablando en inglés, se arremolinaba alrededor de él cuando accedió a la sala. Ella se sentó en el banco de enfrente, dejando a su espalda el cuadro Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga de Eduardo Cano. Extrajo de su bolso sus auriculares, los conectó a su móvil y buscó, entre las aplicaciones y los archivos de este, una carpeta llamada Rimas Bécquer. La abrió. Allí estaban los poemas de él, grabados por una voz masculina, suave, aterciopelada. Años atrás, había escuchado un anuncio narrado por un hombre, cuyo color vocal la cautivo. «Estoy segura de que Gustavo sonaría de ese modo.» Con esa idea en la cabeza, no paró hasta encontrar al locutor y ofrecerle el encargo más raro, según sus palabras, que jamás le habían pedido; aunque, sin duda alguna, lo realizaría con mucho gusto porque también le fascinaba la literatura becqueriana. Y así fue como grabó setenta y nueve audios, uno por cada una de sus rimas.

Con el dedo índice de la mano derecha, pulsó la LIV, a la que le seguirían el resto de sus favoritas. Mientras las personas llegaban, se iban; comentaban, señalaban; se hacían selfies o fotografiaban el óleo; ella repasaba por enésima vez, pero como si lo acabara de descubrir en ese instante, cada detalle del hermoso busto. Las ondas negras que cubrían y adornaban la cabeza repleta de ingenio; las cejas marcadas, en arco descendente; la nariz recta, elegante; el seductor lunar dibujado sobre la mejilla sonrosada; los labios carnosos, prietos, rodeados de una perilla sutil; y los ojos…, caídos, nostálgicos, de mirada dura, fija, pero perdida. Y allí, sentada, con su abrigo verde a un lado, el bolso en el otro, el teléfono entre las manos y los auriculares en las orejas, Maricarmen sentía como si entre su propia mirada y la de él se creara un nexo tan férreo como invisible; y, entonces, ya no existían ni turistas, ni móviles, ni susurros… solo su amado y ella.

Así, en pura contemplación mística, pasaba el tiempo, tiempo que era incapaz de contener ni contabilizar.

Dejó para el final el audio con la rima que llevaba marcada en lo más profundo de su corazón, la LXXV.

«¿Será verdad que cuando toca el sueño

con sus dedos de rosa nuestros ojos,

de la cárcel que habita huye el espíritu

en vuelo presuroso?

»

Porque justo esa era la sensación que Maricarmen experimentaba ante su rostro: como si su espíritu abandonara su cuerpo y se adentrara en un espacio etéreo donde él la aguardaba. Y lo conocía sin conocerlo. Y sabía de él, de la persona tras el personaje, más allá de cuanto otros habían estudiado sobre el autor y que ella había leído y releído. Y hablaba con él sin palabras. Y lo amaba sin tocarlo. Dos seres incorpóreos vagabundeando por sitios frecuentados por ella, pero anclados en otra época. De su mano, también viajaba a lugares que jamás había visitado. Sin embargo, inexplicablemente, estaba segura de haber estado allí, con él, en otro tiempo.

Cuando llegaba el momento de despertar de su ensoñación, le costaba horrores apartarse de aquella mirada atrayente, le dolía regresar a su cuerpo de señora cincuentona, le mortificaba salir de esa sala y abandonar a su amado en aquella cárcel rectangular, enmarcada en oro. Siempre se preguntaba si él seguiría con los ojos abiertos cuando las luces se apagaban y el personal echaba el cerrojo hasta la mañana siguiente; o si, por el contrario, los cerraba para reunirse con ella en ese mundo de visiones, donde Maricarmen lo había hallado tantas y tantas veces.

Apesadumbrada, salió del edificio que tanto adoraba a la entrada y tanto odiaba a la salida. Había pensado ir a tomar una tapita a algún bar apartado de la zona turística, alejado de esa comida desnaturalizada creada para satisfacer los paladares foráneos. Pero antes, debía regresar a este mundo sin razón, sin él; tangible, pero sin sustancia; donde tenía un marido ceñudo y un hijo despegado. Por ello, vagó sin mucho interés por los tenderetes del mercadillo artesanal: necesitaba terminar de asentar sus pies al suelo antes de proseguir su vida terrenal. De algún modo, le reconfortaba algo ver las obras de arte expuestas sobre lonas o apoyadas en los bancos de la plaza.

De pronto, un cuadro pintado con acuarelas llamó su atención. En él aparecía una mujer igual a ella, pensativa, sentada frente a una mesa exacta a la de su cocina. Pero lo que realmente le impactó fue la frase escrita en la parte inferior derecha:

«pero sé que conozco a muchas gentes

a quienes no conozco.»

Tuvo que parpadear un par de veces, repasar cada detalle de la pintura y mirar a su alrededor para asegurarse de que había salido de su ensueño y que, efectivamente, ya estaba fuera, en la plaza.

Su desconcierto aumentó cuando apartó la vista y comprobó que ese no era el único cuadro protagonizado por una mujer idéntica a ella: el puesto al completo estaba lleno de otros muchos, y en todos aparecía la misma imagen en diferentes escenas de su propia cotidianidad: en su piso o de pie frente al monumento de Bécquer o sentada con los auriculares en aquella sala número XII. Miró y no encontró al autor o autora de aquellas pinturas. Las repasó una por una. Sí, vale, podría entender que alguien —bastante siniestro— la hubiera espiado en el parque o en el museo, pero ¿cómo explicar las acuarelas donde se la veía en su salón, en su dormitorio, sola…? Y, en cada una de ellas, los mismos versos, como un mantra o una obsesión.

Desconcertada, recelosa, acalorada pese al frío, volvió a buscar en derredor, porque tenía que encontrar a la persona responsable de ese despropósito y pedirle una aclaración. En ese momento, apareció un muchacho, algo mayor que su hijo. Lo primero que le llamó la atención fue el pelo negro acaracolado; hasta que el joven levantó la vista. Esos ojos… Los hubiera reconocido entre cientos, entre miles… Él le sonrió y, de inmediato, el tenderete se desvaneció, se desvaneció la plaza e, incluso, Sevilla se perdió en una lejanía sideral. Comenzó a volar con ese ser, cuyo cuerpo había cambiado, pero cuya alma llevaba siglos o, quizás, una eternidad unida a la suya.

Montse Arispón

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